domingo, octubre 22, 2006

Estoy que me muero


El infeliz no me llama luego de que le soltara todo, lo cual me lleva a confirmar una vez más que la honestidad no es un atributo muy bueno que digamos. Sucede que le dije a mi súper amigo: "Ya no me gustas, te ves horrible, pareces un mamífero marino".
Siempre nos tratamos con rudeza, porque pensamos que si nosotros no nos encaramos el ridículo que hacemos, los demás no lo harán, sino que se reirán. Y la idea es no hacer paltas, así que se han convertidos en códigos las clásicas frases: "¡estás ebria!!!! ¡ya deja de tomar!", "tomas muy rápido, ¿acaso quieres agarrar?", "ella no te quiere sino que le gusta tu auto", soltados a gritos o frente a otros amigos, son como baños de agua fría que nos sacan del sopor producido por el alcohol, la vanidad, o el amor.
Pero quizás, sólo quizás, esta vez fui demasiado lejos. No sólo le dije gordo al chico, sino que lo comparé con un manatí. Me miró avergonzado y sin decir más secó el vaso y se fue, tirando cincuenta soles en la mesa.
Pero es que no aguantaba más, no entiendo por qué los hombres lindos se descuidan tanto. Lo que le pasa a mi pata es que ha caído en una depresión galopante, de la cual creo ser yo el origen, y se ha empeñado en aprender a cocinar -aunque no entiendo cómo semejante determinación puede solucionar cualquier problema- y pues una cosa lleva a la otra, y por ello ahora ya no se ve nada agradable.
Pensaba salir corriendo a recuperar al último amigo que me quedaba, pero había gente interesante en el bar y no quise parecer mujer abandonada así que seguí tomando hasta acabar el pisco y ya luego me fui.
Caminando por callesitas demasiado peligrosas del centro, me di cuenta que me faltaba mi guachimán, el hombre con el que recorrí Lima a las tres de la madrugada tomando fotos a los mendigos dormidos en las veredas, a las prostitutas y rateros.
Ya pasó una semana y lo extraño. Creo que no me volverá a hablar nunca más.